miércoles, 28 de agosto de 2013

"Santiago de Chile se despierta entre montañas"

Nunca me ha dado miedo volar. Y cuando digo esto no me refiero a que no me asusten las turbulencias, ni el aterrizaje o el despegue. Son situaciones que en condiciones normales le causa inquietud hasta al más pintado.
¿Qué esperaban? Estar suspendido a unos treinta mil pies de altura (a ojo de buen cubero), sentada en un cacharro que surca los cielos a la exasperantemente lenta velocidad de 900km/h, que se zarandea como si no hubiera mañana, no le hace gracia a nadie.
Ya se lo que estarán pensando, ¿cómo puede esta loca (de atar, si me lo permiten), que 900 km/h es una velocidad exasperantemente lenta? Pues bien sencillo. Prueben a pasar trece horas y media sentados en unos asientos donde apenas te cabe el culo y que son más incómodos que una cena con tus suegros. Si alguna vez lo han probado (lo del asiento, no lo de los suegros), sabrá de qué estoy hablando.
Y esto me lleva a preguntarme ¿cómo serán esas 13 horas y media si, ADEMÁS, (como si no tuvieras suficiente con el potro de tortura que en los aviones se empeñan en llamar “butaca 37 L) son tus suegros los que van sentados detrás de ti. Creo que ninguno reclinaría el respaldo.

Pero bueno, volviendo al tema de volar. Como iba diciendo antes de esta paja mental sobre suegros y butacas, no es que el hecho de volarme asuste. Pero reconozco que esta vez todo me ha dado un poco más de…¿miedo? ¿respeto? Llámenlo como quieran.
Mi gallega favorita, la señorita Paula García Mosquera, con la cual estuve hablando por whatsapp hasta que estuve aposentada en mi potro de tortura personal, podrá contarles lo nerviosa que estaba. Tanto era así que me temblaban las manos al escribir y muchas veces no se entendía lo que decía. Viajar solo es lo que tiene. Has de ir atento de absolutamente todo. Y cuando desconectas tres segundos enseguida aparece en tu cabeza la voz de tu madre, más histérica que tú (si es que eso es posible), diciéndote “Catalina! Pon atención. No pierdas el pasaporte! Saca la tarjeta de embarque!! TE DIJE QUE NO TE PUSIERAS ESOS PANTALOMNES!!!” [Inciso importante. Mamá, si estás leyendo esto, que sepas que lo digo con mi más sincero y profundo cariño. Todos sabemos que tú no gritas. En realidad en mi cabeza el que suena así es mi padre jajaja (Inciso 2: papá, a ti también te quiero, no te enfades que es bromita ;) ]

Así que ahí estaba yo. Después de no haber dormido apenas la noche anterior, agotada con los últimos preparativos, y unos nervios que casi no me dejan cenar, sentada en mi potro de tortura.

Me despedí de Paula, de mi madre, que aprovechó hasta el último minuto para llamar [Ahora en serio, Mamá, es broma] y apagué el móvil. Tenía pensado hacer un par de llamadas más, y contestar algunos tweets, pero ya no hacía tiempo para más, y casi mejor.
El avión comenzó a moverse y el capitán anunciaba por megafonía que íbamos a tener un vuelo movidito por culpa de las turbulencias. Algo estupendo para los nervios, si lo piensan detenidamente.
Conforme íbamos cogiendo velocidad mi cabeza también procesaba todo un poco más deprisa.
Me agarré a mi colgante traído de Praga (el que este año no pienso quitarme ni a tiros) y comencé a dedicarle un pensamiento a todas esas personas que me habría encantado que me acompañaran, pero que también sabía que estaban donde debían estar.
Es curioso como cuanto está a punto de suceder algo importante, te acuerdas de todas esas personas que alguna vez significaron algo o fueron importantes para ti. Para mí, es lo más parecido a rezar. La única forma que conozco. Supongo que es porque no creo en Dios y prefiero creer en las personas. Para gustos los colores.
Alcé un momento los ojos, algo empañados ya, y la azafata que estaba sentada justo enfrente me sonrió. A uno como que le tranquiliza que una azafata le sonría. Unas horas más tarde me enteré de que era la primera vez que hacía un vuelo transoceánico, y de que a la pobre mujer se le había hecho eterno.

No hace falta que les dé detalles de mi vuelo. Fue largo, cansado y aburrido. Todo lo que se espera de un vuelto de trece horas y media.

Cuando aterrizamos nadie aplaudió. Es una costumbre que se ha perdido y creo, personalmente, que debería retomarse.



Al atravesar la cordillera no pude evitar acordarme de una canción de Amaral que hace no mucho cantábamos a voz en gritos en las fiestas de mi pueblo, y que dice “Santiago de Chile se despierta entre montañas”; y aunque aquí no había ningún Aguirre enamorado de la Señorita Rock & Roll, la sensación era de que, de alguna manera, estaba volviendo a casa.